sábado, diciembre 18, 2004

Sacrificio

El día de Samhain había sido el elegido para celebrar el ritual, el sacrificio sería hecho al sonar la última campanada del año.

La tierra bebería de su sangre, el fuego se alimentaría de su cuerpo y su alma sería dada a las sombras, mientras sus lágrimas serian para luz.

Hombres y mujeres vestidos con trajes ceremoniales, aparecieron en el prado, dieron vida al fuego y rienda suelta a sus almas, mientras los tambores sonaban bajo las manos de los hombres, las mujeres entonaban un canto en una lengua antigua.

El momento crucial se acercaba, el círculo fue roto para dejar pasar al sacrificio. Un chico joven, todavia un niño por lo que se veía en sus ojos vivos de un gris azulado profundo que observaban todo con curiosidad mientras con un paso tranquilo se dirigía al centro del circulo, las miradas estaban fijas en él, sus cabellos negros eran mecidos por el viento igual que la túnica blanco inmaculado, que le habían puesto, no era nada en comparación con su alma, la que ofrecían aquella noche mágica.

Los miembros del círculo se arrodillaron ante él, mientras que el maestro se le acercaba, una vez enfrente de él, lo acompaño hasta el montículo donde una noche como aquella había sido puesta la marca del sacrificio sobre su cuerpo, se sentó sobre ella y permaneció allí observando como continuaba el ritual, le resultaba divertido, como una obra de teatro que pronto llegaría a su fin, pues el ultimo acto comenzó cuando el maestro volvió a acercársela y le invito a bailar alrededor del fuego, acepto la invitación con una tímida sonrisa, y camino hasta el fuego para comenzar un baile al ritmo de los tambores y de aquel extraño canto que por algún motivo él entendía, era conciente del final que se acercaba y lo aceptaba por el bien de los que quería.

Todo comenzó a girar a su alrededor el canto y los tambores era apenas un murmullo en comparación con lo que estaba escuchando, el chisporrotear del fuego, las ramas de los árboles meciéndose, la cascada a lo lejos, todo parecía más vivo que nunca, comenzó un extraño baile, el baile del mundo ya que se guiaba por su música, como si hubiese sido hechizado por ella, el fuego y él parecían uno y ante los ojos de los presentes entro en el, para salir con la daga del sacrificio en la mano, la daga que le arrebataría la vida, su cuerpo estaba al descubierto, pudiendo verse sobre su piel morena el tatuaje del dragón, y allí ante todos se arrodillo delante de la persona que representaba al dragón, no fue el maestro, si no una mujer encapuchada, al descubrir su rostro no era otra que la madre del joven, alrededor de él se hizo un circulo más pequeño formado por los cuatro pilares que siempre estuvieron vigilándolo, Sanzo por la tierra, Rasmus por el fuego, Jean-Ko por el agua y Andrea por el aire.

Los mismos que en aquel momento iban a entregar su vida, apenas hacía una noche que intentaron impedir que llegase al ritual, queriendo que viviese como un chico normal, algo que jamás se le había permitido. Según las antiguas escrituras, años antes de la ceremonia, debía dejar de ver para que su mirada no fuese manchada por la oscuridad del mundo y con ello su alma, no importaron los sentimientos del niño, ni el daño que le hacían, sólo les preocupaba seguir cada paso escrito en un viejo pergamino.

La misma que le dio la vida, los mismos que velaron por ella ahora debían arrebatársela, y él esperaba el momento con una dulce sonrisa, como si sólo se fuera a dormir y con el amanecer volviese todo a ser lo que fue, pero esta vez no seria así.

Las campanadas comenzaron, el fin llegaba, el pulso de su madre temblaba, y la mirada de su hijo se lo dijo todo.

“Todo ira bien.”

Cogió la daga de las manos de su madre, se dirigió hacía el fuego ante la mirada estupefacta de todos, pidió a los pilares que ocupasen los puntos cardinales que les correspondían. Y ante sus ojos corto sus muñecas, dejando caer el rojo carmesí sobre el fuego no tardo en marearse, y los pilares corrieron hacía él para evitar que cayese al fuego, pero en ese mismo momento comenzó a llover, y justo cuando las manos de Jean-Ko iban a cogerlo, desapareció como el fuego que se extinguía bajo aquella lluvia que no tardo en convertirse en tormenta.

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